Para Santiago, Manolín y por supuesto, el mar.
Es mejor tener suerte.
Que el pez más pez arrastre a uno hasta el orgasmo,
su penitencia
o su enemigo:
hasta ser el temblor de una curruca
o una espina o el sargazo.
Que el mar travesti o golondrina
derrame de una vez su anzuelo verde
y uno tenga esperanza de tierra firme
de una flor, de la esperanza:
aunque el tinte se borre desde el ojo a la espalda
y venga a ser otro recuerdo
del sol que nunca fue
o que olvidamos
o que nos obligaron a olvidar.
Que la espiral del aguacero
se detenga
y suba el agua como un pulpo
hasta el cielo abisal
y uno caiga de bruces, pero alado,
donde comience el día,
un solo día donde hacerse una imagen
o una sombra siquiera:
un contorno que no tengamos que devolver
ni agradecer a nadie.
Que la nube no cambie su aluminio,
que uno esconda su resplandor para la fiesta
que haya siempre un minuto para el relámpago
y el trueno y el fango y la crecida.
Y que aún después nos quede espacio en el dibujo
para hablar solos o correr.
Es mejor tener suerte:
ser uno mismo vapor de agua,
ascender el asombro del mediodía,
caer.
Y que haya siempre una nube a un soplo del suicidio,
y una llovizna joven
y un Nilo con ranas delirantes
y un camino aún por caminar.
Y que haya más:
un mar despierto en cada ojo, en cada madrugada;
y entre esas dos mentiras el pez más pez
hacia atrás, penetrando todas las soledades del Zodíaco.
Es mejor tener suerte:
uno tiene su heraldo, su máscara
necesidad del claroscuro
y el margen de no cumplir pronósticos.
Es posible la deriva o el regreso.
Y aunque no quede sangre por huir
ni quien la necesite
será posible aún
abrirse el pecho a picotazos.